Dudo que jamás me fuera posible reflejar con palabras todo lo que el verano significa en mi historia, todo lo que en la suma de todos ellos he vivido y sentido. Me resulta abrumador, letra por letra. Para mí verano es sinónimo de sacrificio, de sobreesfuerzo, de velocidad, de multitud, de pereza, de desajuste, de visitas, de sobreestimulación, de incoherencia. De discordancia.
Todo esto es fruto de vivir en dos sitios a la vez, aunque geográficamente sean el mismo. Son dos realidades, dos temporadas, así es como se estructura aquí el tiempo: invierno/verano. Consecuencias de vivir en un sitio tan turístico.
El verano ha sido también escenario de duelos mayúsculos, de etapas arrolladoras, que no tuvieron espacio para desarrollarse y se enquistaron profundamente. No encontraron ni mirada, ni consideración. Había que tragárselo todo porque no estaba permitido bajarse del tren en el que estaba subida (familia, deber, entorno).
Hoy puedo decir satisfecha que me bajé de ese tren y que afortunadamente siento que me separan ya muchos kilómetros de él, sin embargo, ¿por qué sigue el verano sintiéndose sinónimo de todo lo que nombré? ¿Memoria emocional? Pienso que sí.
El verano nunca ha tenido sabor para mí. Lo pasaba como quien come obligado un plato de algo que detesta: tragando. Este año estoy pudiendo indagar de qué está hecho para mí: está hecho de uvas con queso, de cerezas, de ensaladas de pasta, de quinoa, con mil ingredientes, a las que le añado fruta y que aderezo con salsa de frutos rojos, de limonada con fresa, de kombucha. La buena noticia es que entonces no debe existir una única versión del verano en sí, sino que lo cómo lo siento viene de lo que ha supuesto siempre para mí, lo que me detona, ¿no?
Miro el tapiz de macramé colgado en la pared de enfrente mecerse por la suave brisa que entra por la ventana y pienso que podría sentirse gustosa. Pero no, me descubro completamente desregulada. Mi cuerpo vuelve a activarse. En este estado veo, pero no siento, no saboreo, no disfruto.
Estos meses venía atravesando un proceso de pura rendición. Ante mi naturaleza, ante cómo me sentía, ante mis necesidades. Me volví prioridad. No había juicio, solo aceptación. Y si por ejemplo no tenía energía para recoger la casa, no se recogía. Y más que malestar, eso me generaba una tranquilidad enorme, porque significaba que no me exigía algo con lo que no podía lidiar, que me ponía a mí por delante del desorden, que me cuidaba. Me he convertido en mi propia aliada. Y eso hacía que después pudiese hacerme cargo del asunto desde otro lugar. Pero de nuevo ha aparecido la resistencia, la fricción. En este ejemplo, que no es más que eso, un ejemplo, el desorden, así como el ruido o como la socialización (otros ejemplos), se han vuelto algo muy retador. Y esto es importante.
¿Cuándo se volvió de nuevo incómodo contemplar el desorden a mi alrededor?
¿Cuándo empecé a volver a definirme por lo que habita fuera de mí? ¿Cuándo volví a dejarme arrastrar por ello?
¿Cuándo el desorden volvió a convertirse en algo amenazador?
¿Cuándo empecé a reubicarme como víctima de todo ese desorden?
Porque si algo estoy aprendiendo en esta última etapa es que es precisamente la INCOHERENCIA la que desordena, la que genera la incomodidad, y esta se genera internamente. No quiero quedarme en el confuso afuera. No quiero dejar que lo externo arrample conmigo, quiero anclarme en mí. Quiero encargarme de lo que hay dentro y depende de mí.
Recordemos hoy: ¿qué es lo importante? No porque lo ha sido últimamente, porque lo fue ayer, porque se supone… ¿qué es importante para mí HOY?
¿Cómo puedo simplificar mi vida? ¿Cómo puedo cohesionar mi presente? ¿Cómo puedo redefinir el verano para poder vivirlo de un modo más amable, ligero? ¿Hay un verano diferente para mí ahí fuera? ¿Puedo explorarlo, incluso construirlo? Solo quiero volver a lo que tengo delante hoy, AHORA. Quiero suavidad, simplicidad, lentitud, pausa, integración, presencia. Quiero moverme pero desde la quietud, encarnar serenidad.
Ahora mismo, mientras escribo esto, no hay nada más. No miro el móvil, no me interesa lo que está pasando en la calle, ni si hay alguna cosa que tengo que hacer. Tengo puesto el ruido de fondo de las olas y si sonase el timbre, si me llamaran, si alguien me hablara, daría igual, no lo oiría. Pero hay algo que ni siquiera los cascos con cancelación de ruido consiguen tapar: siento como si tuviese una antena encendida todo el tiempo, una antena sintonizando constantemente con la energía que hay “ahí fuera”. Es agotador no poder pararla un rato.
Así que recontextualizo: solo estoy sobreestimulada, no se está cayendo mi mundo.
Hoy lo más importante que quiero quiero hacer es recordarme que no hay urgencia. Confío en mí, no la hay. No hay nada esperándome, solo este momento, aguardando a que lo habite. Por eso me entrego a la idea de que el verano también puede saborearse en lugar de engullirse, que contiene sensaciones y matices agradables, y me abro a descubrirlos y degustarlos, a que formen igualmente parte de mi repertorio.
Te deseo un verano de uvas con queso. Gracias por compartir.